Rilke, Rainer Maria: Duineser Elegien - Die Zweite Elegie
Duineser Elegien - Die Zweite Elegie (German)Jeder Engel ist schrecklich. Und dennoch, weh mir, ansing ich euch, fast tödliche Vögel der Seele, wissend um euch. Wohin sind die Tage Tobiae, da der Strahlendsten einer stand an der einfachen Haustür, zur Reise ein wenig verkleidet und schon nicht mehr furchtbar; (Jüngling dem Jüngling, wie er neugierig hinaussah). Träte der Erzengel jetzt, der gefährliche, hinter den Sternen eines Schrittes nur nieder und herwärts: hochauf- schlagend erschlüg uns das eigene Herz. Wer seid ihr?
Frühe Geglückte, ihr Verwöhnten der Schöpfung, Höhenzüge, morgenrötliche Grate aller Erschaffung, — Pollen der blühenden Gottheit, Gelenke des Lichtes, Gänge, Treppen, Throne, Räume aus Wesen, Schilde aus Wonne, Tumulte stürmisch entzückten Gefühls und plötzlich, einzeln, Spiegel: die die entströmte eigene Schönheit wiederschöpfen zurück in das eigene Antlitz.
Denn wir, wo wir fühlen, verflüchtigen; ach wir atmen uns aus und dahin; von Holzglut zu Holzglut geben wir schwächern Geruch. Da sagt uns wohl einer: ja, du gehst mir ins Blut, dieses Zimmer, der Frühling füllt sich mit dir … Was hilfts, er kann uns nicht halten, wir schwinden in ihm und um ihn. Und jene, die schön sind, o wer hält sie zurück? Unaufhörlich steht Anschein auf in ihrem Gesicht und geht fort. Wie Tau von dem Frühgras hebt sich das Unsre von uns, wie die Hitze von einem heißen Gericht. O Lächeln, wohin? O Aufschaun: neue, warme, entgehende Welle des Herzens —; weh mir: wir sinds doch. Schmeckt denn der Weltraum, in den wir uns lösen, nach uns? Fangen die Engel wirklich nur Ihriges auf, ihnen Entströmtes, oder ist manchmal, wie aus Versehen, ein wenig unseres Wesens dabei? Sind wir in ihre Züge soviel nur gemischt wie das Vage in die Gesichter schwangerer Frauen? sie merken es nicht in dem Wirbel ihrer Rückkehr zu sich. (Wie sollten sie’s merken.)
Liebende könnten, verstünden sie’s, in der Nachtluft wunderlich reden. Denn es scheint, daß uns alles verheimlicht. Siehe, die Bäume sind; die Häuser, die wir bewohnen, bestehn noch. Wir nur ziehen allem vorbei wie ein luftiger Austausch. Und alles ist einig, uns zu verschweigen, halb als Schande vielleicht und halb als unsägliche Hoffnung.
Liebende, euch, ihr in einander Genügten, frag ich nach uns. Ihr greift euch. Habt ihr Beweise? Seht, mir geschiehts, daß meine Hände einander inne werden oder daß mein gebrauchtes Gesicht in ihnen sich schont. Das giebt mir ein wenig Empfindung. Doch wer wagte darum schon zu sein? Ihr aber, die ihr im Entzücken des anderen zunehmt, bis er euch überwältigt anfleht: nicht mehr —; die ihr unter den Händen euch reichlicher werdet wie Traubenjahre; die ihr manchmal vergeht, nur weil der andre ganz überhandnimmt: euch frag ich nach uns. Ich weiß, ihr berührt euch so selig, weil die Liebkosung verhält, weil die Stelle nicht schwindet, die ihr, Zärtliche, zudeckt; weil ihr darunter das reine Dauern verspürt. So versprecht ihr euch Ewigkeit fast von der Umarmung. Und doch, wenn ihr der ersten Blicke Schrecken besteht und die Sehnsucht am Fenster, und den ersten gemeinsamen Gang, ein Mal durch den Garten: Liebende, seid ihrs dann noch? Wenn ihr einer dem andern euch an den Mund hebt und ansetzt —: Getränk an Getränk: o wie entgeht dann der Trinkende seltsam der Handlung.
Erstaunte euch nicht auf attischen Stelen die Vorsicht menschlicher Geste? war nicht Liebe und Abschied so leicht auf die Schultern gelegt, als wär es aus anderm Stoffe gemacht als bei uns? Gedenkt euch der Hände, wie sie drucklos beruhen, obwohl in den Torsen die Kraft steht. Diese Beherrschten wußten damit: so weit sind wirs, dieses ist unser, uns so zu berühren; stärker stemmen die Götter uns an. Doch dies ist Sache der Götter.
Fänden auch wir ein reines, verhaltenes, schmales Menschliches, einen unseren Streifen Fruchtlands zwischen Strom und Gestein. Denn das eigene Herz übersteigt uns noch immer wie jene. Und wir können ihm nicht mehr nachschaun in Bilder, die es besänftigen, noch in göttliche Körper, in denen es größer sich mäßigt.
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Segunda elegía (Spanish)Todo ángel es terrible. Y sin embargo, ay, los invoco a ustedes, casi mortíferos pájaros del alma, sé quiénes son ustedes. Los días de Tobías, ¿dónde quedaron?, cuando uno de los más radiantes apareció en el umbral sencillo de la casa un poco disfrazado para el viaje, ya no tremendo (muchacho para el muchacho, que se asomó, curioso). Si ahora avanzara el arcángel, el peligroso, desde atrás de las estrellas, un solo paso, que bajara y se acercara: el propio corazón, batiendo alto, nos mataría. ¿Quién es usted? Tempranos afortunados, ustedes, los mimados de la creación, cadena de cumbres, cordillera roja del amanecer de todo lo creado -polen de la divinidad floreciente, coyunturas de la luz, corredores, escalones, tronos, espacios del ser, escudos deliciosos, tumultos del sentimiento tormentosamente arrebatado, y de pronto, individualizados, espejos, ustedes, los que recogen nuevamente en sus propios rostros, la propia belleza que han irradiado.
Porque nosotros, siempre que sentimos, nos evaporamos; ay, nosotros nos exhalamos a nosotros mismos, nos disipamos; de ascua en ascua soltamos un olor cada vez más débil. Probablemente alguien nos diga: Sí, entras en mi sangre; este cuarto, la primavera se llena de ti..., ¿de qué sirve? Él no puede retenernos, nos desvanecemos en él y en torno suyo. Y aquellos que son hermosos, oh, ¿quién los retiene? Incesantemente la apariencia llega y se va de sus rostros. Como rocío de la hierba matinal se esfuma de nosotros lo que es nuestro, como el calor de un plato caliente. Oh, sonrisa ¿a dónde? Oh, mirada a lo alto: nueva, cálida, fugitiva ola del corazón; sin embargo, ay, somos eso. ¿Entonces el firmamento, en el que nos disolvemos, sabe a nosotros? ¿De veras los ángeles recapturan solamente lo suyo, lo que han irradiado, o a veces, como por descuido, hay algo nuestro en todo ello? ¿Estamos tan entremezclados en sus facciones, como la vaga expresión en los rostros de las mujeres preñadas? Ellos no lo advierten en el torbellino de su regreso a sí mismos. (¿Cómo habrían de advertirlo?).
Los amantes podrían, si lo comprendieran, hablar extrañamente en el aire nocturno. Pues parece que todo nos oculta. Mira, los árboles son; las casas que habitamos permanecen todavía. Sólo nosotros pasamos de largo sobre todas las cosas como un cambio de vientos. Y todo se une para acallarnos, mitad por vergüenza quizás, y mitad por esperanza indecible.
Amantes, a ustedes, satisfechos el uno en el otro, les pregunto por nosotros. Ustedes, los que se aferran a sí mismos. ¿Tienen pruebas? Miren, me ha ocurrido que mis manos se reconozcan entre sí, o que mi rostro ajado se refugie en ellas. Eso me da cierta sensación. ¿Pero quién, sólo por eso, se atrevió a creer que de veras es? Sin embargo ustedes, los que crecen el uno en el arrobo del otro, hasta que él suplica, abrumado: “Basta”; ustedes, los que crecen, bajo sus recíprocas manos, más exuberantes, como años de grandes uvas; los que mueren a veces, sólo porque el otro se ha expandido demasiado; a ustedes les pregunto por nosotros. Sé que se tocan tan dichosamente porque la caricia retiene, porque no desaparece el sitio que ustedes, los tiernos, ocupan; porque, debajo de todo ello, ustedes sienten la duración pura. Ustedes, de sus abrazos, por ello, casi se prometen eternidad. Sin embargo, cuando ya se han sostenido el sobresalto de la primera mirada, y ya ocurrieron las ansias junto a la ventana y del primer paseo juntos, una vez, por el jardín: Ustedes, amantes, ¿siguen todavía entonces siendo los mismos? Cuando el uno alza al otro hasta su boca y se unen -bebida con bebida-: ¡oh, de qué manera tan extraña el bebedor entonces se escapa de su función!
¿No se asombraron ustedes, en las estelas áticas, de la prudencia de los gestos humanos? El amor y la despedida, ¿no fueron puestos demasiado ligeramente sobre los hombros, como si se tratara de seres hechos de otra materia que nosotros? Recuerden las manos, cómo se posan sin presión, aunque hay vigor en los torsos. Estos dueños de sí mismos lo sabían: Hasta aquí, nosotros; esto es lo nuestro, tocarnos así; que los dioses nos aprieten con mayor fuerza. Pero eso es cosa de los dioses. Si nosotros encontráramos también una pura, contenida, estrecha, humana franja de huerto, nuestra, entre río y roca. Pues nuestro propio corazón nos excede tanto como a aquéllos. Y ya no podemos mirarlo a través de imágenes que lo sosieguen, ni a través de cuerpos divinos, en los que se contenga más.
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