This website is using cookies

We use cookies to ensure that we give you the best experience on our website. If you continue without changing your settings, we'll assume that you are happy to receive all cookies on this website. 

Cervantes Saavedra, Miguel de: O Engenhoso Fidalgo D. Quixote de la Mancha (El Ingenioso Hidalgo de Don Quijote de la Mancha. (Versión de 1880 de Salvador Ribas) in Portuguese)

Portre of Cervantes Saavedra, Miguel de

El Ingenioso Hidalgo de Don Quijote de la Mancha. (Versión de 1880 de Salvador Ribas) (Spanish)

Capítulo Primero
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantesca, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de caballero andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar ROCINANTE, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse DON QUIJOTE DE LA MANCHA, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados, por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO, porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.


O Engenhoso Fidalgo D. Quixote de la Mancha (Portuguese)

Capítulo I
Que trata da condição e exercício do famoso fidalgo D. Quixote de La Mancha.

Num lugar da Mancha, de cujo nome não quero lembrar-me, vivia, não há muito, um fidalgo, dos de lança em cabido, adarga antiga, rocim fraco, e galgo corredor.

Passadio, olha seu tanto mais de vaca do que de carneiro, as mais das ceias restos da carne picados com sua cebola e vinagre, aos sábados outros sobejos ainda somenos, lentilhas às sextas-feiras, algum pombito de crescença aos domingos, consumiam três quartos do seu haver. O remanescente, levavam-no saio de belarte, calças de veludo para as festas, com seus pantufos do mesmo; e para os dias de semana o seu bellori do mais fino.

Tinha em casa uma ama que passava dos quarenta, uma sobrinha que não chegava aos vinte, e um moço da poisada e de porta a fora, tanto para o trato do rocim, como para o da fazenda.

Orçava na idade o nosso fidalgo pelos cinqüenta anos. Era rijo de compleição, seco de carnes, enxuto de rosto, madrugador, e amigo da caça.

Querem dizer que tinha o sobrenome de Quijada ou Quesada (que nisto discrepam algum tanto os autores que tratam da matéria), ainda que por conjecturas verossímeis se deixa entender que se chamava Quijana. Isto porém pouco faz para a nossa história; basta que, no que tivermos de contar, não nos desviemos da verdade nem um til.

É pois de saber que este fidalgo, nos intervalos que tinha de ócio (que eram os mais do ano) se dava a ler livros de cavalaria, com tanta afeição e gosto, que se esqueceu quase de todo do exercício da caça, e até da administração dos seus bens; e a tanto chegou a sua curiosidade e desatino neste ponto, que vendeu muitas courelas de semeadura para comprar livros de cavalarias que ler; com o que juntou em casa quantos pôde apanhar daquele gênero.

Dentre todos eles, nenhuns lhe pareciam tão bem como os compostos pelo famoso Feliciano da Silva, porque a clareza da sua prosa e aquelas intrincadas razões suas lhe pareciam de pérolas; e mais, quando chegava a ler aqueles requebros e cartas de desafio, onde em muitas partes achava escrito: a razão da sem-razão que à minha razão se faz, de tal maneira a minha razão enfraquece, que com razão me queixo da vossa formosura; e também quando lia: os altos céus que de vossa divindade divinamente com as estrelas vos fortificam, e vos fazem merecedora do merecimento que merece a vossa grandeza.

Com estas razões perdia o pobre cavaleiro o juízo; e desvelava-se por entendê-las, e desentranhar-lhes o sentido, que nem o próprio Aristóteles o lograria, ainda que só para isso ressuscitara. Não se entendia lá muito bem com as feridas que D. Belianis dava e recebia, por imaginar que, por grandes facultativos que o tivessem curado, não deixaria de ter o rosto e todo o corpo cheio de cicatrizes e costuras. Porém, contudo louvava no autor aquele acabar o seu livro com a promessa daquela inacabável aventura; e muitas vezes lhe veio desejo de pegar na pena, e finalizar ele a coisa ao pé da letra, como ali se promete e sem dúvida alguma o fizera, e até o sacara à luz, se outros maiores e contínuos pensamentos lho não estorvaram.

Teve muitas vezes testilhas com o cura do seu lugar (que era homem douto, graduado em Siguença) sobre qual tinha sido melhor cavaleiro, se Palmeirim de Inglaterra, ou Amadis de Gaula. Mestre Nicolau, barbeiro do mesmo povo, dizia que nenhum chegava ao “Cavaleiro do Febo”; e que, se algum se lhe podia comparar, era D. Galaor, irmão do Amadis de Gaula, o qual era para tudo, e não cavaleiro melindroso nem tão chorão como seu irmão, e que em pontos de valentia lhe não ficava atrás.

Em suma, tanto naquelas leituras se enfrascou, que as noites se lhe passavam a ler desde o sol posto até à alvorada, e os dias, desde o amanhecer até fim da tarde. E assim, do pouco dormir e do muito ler se lhe secou o cérebro, de maneira que chegou a perder o juízo.

Encheu-se-lhe a fantasia de tudo que achava nos livros, assim de encantamentos, como pendências, batalhas, desafios, feridas, requebros, amores, tormentas, e disparates impossíveis; e assentou-se-lhe de tal modo na imaginação ser verdade toda aquela máquina de sonhadas invenções que lia, que para ele não havia história mais certa no mundo.

Dizia ele que Cid Rui Dias fora mui bom cavaleiro; porém que não tinha que ver com o Cavaleiro da Ardente Espada, que de um só revés tinha partido pelo meio a dois feros e descomunais gigantes.

Melhor estava com Bernardo del Cárpio, porque em Roncesvales havia morto a Roldão o encantado, valendo-se da indústria de Hércules quando afogou entre os braços a Anteu, filho da Terra.

Dizia muito bem do gigante Morgante, porque, com ser daquela geração dos gigantes, que todos são soberbos e descomedidos, só ele era afável e bem criado.

Porém sobre todos estava bem com Reinaldo de Montalvão, especialmente quando o via sair do seu castelo, e roubar quantos topava, e quando em Alende se apossou daquele ídolo de Mafoma, que era de ouro maciço, segundo refere a sua história.

Para poder pregar um bom par de pontapés no traidor Galalão, dera ele a ama, e de crescenças a sobrinha.

Afinal, rematado já de todo o juízo, deu no mais estranho pensamento em que nunca jamais caiu louco algum do mundo; e foi: parecer-lhe convinhável e necessário, assim para aumento de sua honra própria, como para proveito da república, fazer-se cavaleiro andante, e ir-se por todo o mundo, com as suas armas e cavalo, à cata de aventuras, e exercitar-se em tudo em que tinha lido se exercitavam os da andante cavalaria, desfazendo todo o gênero de agravos, e pondo-se em ocasiões e perigos, donde, levando-os a cabo, cobrasse perpétuo nome e fama.

Já o coitado se imaginava coroado pelo valor do seu braço, pelo menos com o império de Trapizonda; e assim, com estes pensamentos de tanto gosto, levado do enlevo que neles trazia, se deu pressa a pôr por obra o que desejava; e a primeira coisa que fez foi limpar umas armas que tinham sido dos seus bisavós, e que, desgastadas de ferrugem, jaziam para um canto esquecidas havia séculos. Limpou-as e consertou-as o melhor que pôde; porém viu que tinham uma grande falta, que era não terem celada de encaixe, senão só morrião simples. A isto porém remediou a sua habilidade: arranjou com papelões uma espécie de meia celada, que encaixava com o morrião, representando celada inteira.

Verdade é que, para experimentar se lhe saíra forte e poderia com uma cutilada, sacou da espada e lhe atirou duas. Com a primeira para logo desfez o que lhe tinha levado uma semana a arranjar; não deixou de parecer-lhe mal a facilidade com que dera cabo dela. Para forrar-se a outra que tal, tornou a corregê-la, metendo-lhe por dentro umas barras de ferro, por modo que se deu por satisfeito com a sua fortaleza; e sem querer aventurar-se a mais experiências, a despachou e teve por celada de encaixe das mais finas.

Foi-se logo a ver o seu rocim; e dado tivesse mais quartos que um real, e mais tachas que o próprio cavalo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, pareceu-lhe que nem o Bucéfalo de Alexandre nem o Babieca do Cid tinham que ver com ele.

Quatro dias levou a cismar que nome lhe poria, porque (segundo ele a si próprio se dizia) não era razão que um cavalo de tão famoso cavaleiro, e ele mesmo de si tão bom, ficasse sem nome aparatoso. Barafustava por lhe dar um, que declarasse o que fora antes de pertencer a cavaleiro andante; pois era coisa muito de razão que, mudando o seu senhor de estado, mudasse ele também de nome, e o cobrasse famoso e de estrondo, como convinha à nova ordem e ao exercício que já professava; e assim, depois de escrever, riscar, e trocar muitos nomes, ajuntou, desfez, e refez na própria lembrança outros, até que acertou em o apelidar Rocinante, nome (em seu conceito) alto, sonoro, e significativo do que havia sido quando não passava de rocim, antes do que ao presente era, como quem dissera que era o primeiro de todos os rocins do mundo.

Posto a seu cavalo nome tanto a contento, quis também arranjar outro para si; nisso gastou mais oito dias; e ao cabo desparou em chamar-se D. Quixote; do que (segundo dito fica) tomaram ocasião alguns autores desta verdadeira história para assentarem que se devia chamar Quijada e não Quesada, como outros quiseram dizer.

Recordando-se porém de que o valoroso Amadis, não contente com chamar-se Amadis sem mais nada, acrescentou o nome com o do seu reino e pátria, para a tornar famosa, e se nomeou Amadis de Gaula, assim quis também ele, como bom cavaleiro, acrescentar ao seu nome o da sua terra, e chamar-se D. Quixote de la Mancha; com o que (a seu parecer) declarava muito ao vivo sua linhagem e pátria, a quem dava honra com tomar dela o sobrenome.

Assim, limpas as suas armas, feita do morrião celada, posto o nome ao rocim, e confirmando-se a si próprio, julgou-se inteirado de que nada mais lhe faltava, senão buscar uma dama de quem se enamorar; que andante cavaleiro sem amores era árvore sem folhas nem frutos, e corpo sem alma.

Dizia ele entre si:

— Demos que, por mal dos meus pecados (ou por minha boa sorte), me encontro por aí com algum gigante como de ordinário acontece aos cavaleiros andantes, e o derribo de um recontro, ou o parto em dois, ou finalmente o venço e rendo; não será bem ter a quem mandá-lo apresentar, para que ele entre, e se lance de joelhos aos pés da minha preciosa senhora e lhe diga com voz humilde e rendida: “Eu, senhora, sou o gigante Caraculiambro, senhor da ilha Malindrânia, a quem venceu em singular batalha o jamais dignamente louvado cavaleiro D. Quixote de la Mancha, o qual me ordenou me apresentasse perante Vossa Mercê, para que a vossa grandeza disponha de mim como for servida”?

Como se alegrou o nosso bom cavaleiro de ter engenhado este discurso, e especialmente quando atinou com quem pudesse chamar a sua dama!

Foi o caso, conforme se crê, que, num lugar perto do seu, havia certa moça lavradora de muito bom parecer, de quem ele em tempos andara enamorado, ainda que (segundo se entende) ela nunca o soube, nem de tal desconfiou. Chamava-se Aldonça Lourenço; a esta é que a ele pareceu bem dar o título de senhora dos seus pensamentos; e buscando-lhe nome que não desdissesse muito do que ela tinha, e ao mesmo tempo desse seus ares de princesa e grã-senhora, veio a chamá-la Dulcinéia del Toboso, por ser Toboso a aldeia da sua naturalidade; nome este (em seu entender) músico, peregrino, e significativo, como todos os mais que a si e às suas coisas já havia posto.



minimap